lunes, 9 de junio de 2008

Situación en literatura

Del amor y otros demonios - Gabriel García Márquez

“Es hora de irnos”, dijo el marqués.
La niña se levantó sin más explicaciones. El marqués la ayudó a vestirse para la ocasión. Buscó en el arcón unas chinelas de terciopelo, para que el contrafuerte de los botines no le maltratara el tobillo, y encontró sin buscarlo un vestido de gala que había sido de su madre cuando era niña. Estaba averiguado y percudido por el tiempo, pero era claro que no había sido usado dos veces. El marqués se lo puso a Sierva María casi un siglo después sobre los collares de santería y el escapulario del bautismo. Le venía un poco estrecho, y eso aumentaba de algún modo su antigüedad. Le puso un sobrero que encontró también en el arcón, y cuyas cintas de colores no tenían nada que ver con el vestido. Le quedó exacto. Por último le hizo una maletita de mano con una saya de dormir, un peine de dientes apretados para sacar hasta las liendres del carángano, y un pequeño breviario de la abuela con bisagras de oro y tapas de nácar.
Era domingo de ramos. El marqués llevó a Sierva María a la misa de cinco, y ella recibió de buen ánimo la palma bendita sin saber para qué. A la salida vieron amanecer desde la carroza. El marqués en el asiento principal, con la maletita en las rodillas, y la niña impávida en el asiento de enfrente viendo pasar por la ventana las últimas calles de sus doce años. No había manifestado la mínima curiosidad por saber para dónde la llevaban vestida de Juana la Loca y con un sombrero de carcavera a una hora tan temprana. Al cabo de una larga meditación el marqués le preguntó:
“¿Sabes quién es Dios?”
La niña negó con la cabeza.
Había relámpagos y truenos remotos en el horizonte, el cielo estaba encapotado, y el mar áspero. A la vuelta de una esquina les salió al paso el convento de Santa Clara, blanco y solitario, con tres pisos de persianas azules sobre el muladar de una playa. El marqués lo señaló con el índice. “Ahí lo tienes”, dijo. Y después señaló a la izquierda: “Verás el mar a toda hora desde las ventanas”. Como la niña no le hizo caso, le dio la única explicación que le daría jamás sobre su destino:
“Vas a temperar unos días con las hermanitas de Santa Clara”.
Por ser domingo de ramos había en la puerta del torno más mendigos que de costumbre. Algunos leprosos que se disputaban con ellos las sobras de las cocinas se precipitaron también con la mano extendida hacia el marqués. Él les repartió limosnas exiguas, una a cada uno, hasta donde le alcanzaron los cuartillos. La tornera lo vio con sus tafetanes negros, y vio a la niña vestida de reina, y se abrió paso para atenderlos. El marqués le explicó que llevaba a Sierva María por orden del obispo. La tornera no lo dudó por el talante con que lo dijo. Examinó el aspecto de la niña, y le quitó el sombrero.
“Aquí está prohibidos los sombreros”, dijo.
Se quedó con él. El marqués quiso darle también la maletita, y ella no la recibió:
“No le hará falta nada”.
La trenza mal prendida se desenrolló casi hasta el piso. La tornera no creyó que fuera natural. El marqués trató de enrollarla. La niña lo apartó, y se la arregló con una habilidad que sorprendió a la tornera.
“Hay que cortársela”, dijo.
“Es una manda a la Santísima Virgen hasta el día que se case”, dijo el marqués.
La tornera se inclinó ante la razón. Tomó a la niña de la mano, sin darle tiempo para una despedida, y la pasó por el torno. Como el tobillo le dolía al caminar, la niña se quitó la chinela izquierda. El marqués la vio alejarse, cojeando del pie descalzo, y con la chinela en la mano. Esperó en vano que en un raro instante de piedad se volviera a mirarlo. El último recuerdo que tuvo que tuvo de ella fue cuando acabó de atravesar la galería del jardín, arrastrando el pie lastimado, y desapareció en el pabellón de las enterradas vivas.

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